-- Esto no te crece ni de coña.
El marido de Enceflana se encontró la mano de su mujer apretujando sus partes. Le resultaba bastante desagradable despertarse en mitad de la noche con la mano de ella aplastándole su sexo de aquella manera tan zafia.
-- ¿Es que no te excito? -le preguntó ella con voz de cordero degollado.
A decir verdad, el marido de Enceflana se excitaba, ya desde hacía años, con su mujer lo mismo que con una T-Rex y ella le resultaba tan sexi como una olla donde se cocía una fabada.
-- Déjame dormir --se quejó él mansamente, dándose la vuelta en la cama.
-- Ya, como siempre --se quejó ella.
Hacía tiempo que la mera presencia de su mujer era un obstáculo para tener una erección, pero aparte de lo poco interesante que le resultaba, él notaba que había algo más que no acababa de comprender.
Aquella misma mañana, cuando fue a abrir el coche con la llave electrónica, esta no funcionó.
Enceflana estaba al lado, mirándolo impaciente, haciéndole gestos de que iban a llegar tarde al trabajo.
Él le pidió que volviese a la casa a buscarle unas aspirinas, fingiendo dolor de cabeza y un repentino reumatismo que le impedía caminar. Ella volvió refunfuñando. Total, la casa estaba a cien metros escasos.
Y justo cuando ella despareció, la llave funcionó normalmente y él tuvo una erección matinal espléndida. Todo estaba meridianamente claro: Enceflana tenía las mismas virtudes de un inhibidor, pero era aún más completa. Actuaba como inhibidor de frecuencias electromagnéticas lo mismo que de inhibidor del deseo sexual.
Quizás debería pensar en patentar a su esposa.
© Frantz Ferentz