Thursday 6 May 2010

4. Cuestiones de física cuántica... o casi


    -- Esto no te crece ni de coña.
    El marido de Enceflana se encontró la mano de su mujer apretujando sus partes. Le resultaba bastante desagradable despertarse en mitad de la noche con la mano de ella aplastándole su sexo de aquella manera tan zafia.
    -- ¿Es que no te excito? -le preguntó ella con voz de cordero degollado.
   A decir verdad, el marido de Enceflana se excitaba, ya desde hacía años, con su mujer lo mismo que con una T-Rex y ella le resultaba tan sexi como una olla donde se cocía una fabada.
    -- Déjame dormir --se quejó él mansamente, dándose la vuelta en la cama.
    -- Ya, como siempre --se quejó ella.
    Hacía tiempo que la mera presencia de su mujer era un obstáculo para tener una erección, pero aparte de lo poco interesante que le resultaba, él notaba que había algo más que no acababa de comprender.
    Aquella misma mañana, cuando fue a abrir el coche con la llave electrónica, esta no funcionó.
    Enceflana estaba al lado, mirándolo impaciente, haciéndole gestos de que iban a llegar tarde al trabajo.
    Él le pidió que volviese a la casa a buscarle unas aspirinas, fingiendo dolor de cabeza y un repentino reumatismo que le impedía caminar. Ella volvió refunfuñando. Total, la casa estaba a cien metros escasos.
    Y justo cuando ella despareció, la llave funcionó normalmente y él tuvo una erección matinal espléndida. Todo estaba meridianamente claro: Enceflana tenía las mismas virtudes de un inhibidor, pero era aún más completa. Actuaba como inhibidor de frecuencias electromagnéticas lo mismo que de inhibidor del deseo sexual.
    Quizás debería pensar en patentar a su esposa.
© Frantz Ferentz

3. Rediseñando un ego infecundo


     Enceflana era consciente de que era mala. Mala, muy mala. Mala persona. Mala de verdad. Hacía la vida imposible a los que la rodeaban, sin por ello sentirse mal. ¿Qué había en su interior que la impulsaba a ser tan mala?
     Intentaba recordar de dónde le arrancaba la maldad, pero había siempre una barrera en su memoria, de los dieciocho años para abajo, donde estaba todo gris, como si una goma gigantesca hubiese borrado todos sus recuerdos, o como si hasta esa edad hubiese estado empalmando una borrachera tras otra.
      La cuestión es que no recordaba nada... o casi nada. Algún recuerdo suelto sí tenía, como cuando siendo una niña obligó a una rana a cantar mientras la freía en el microondas. Era una crueldad inaudita, más si cabe teniendo en cuenta que aquel recuerdo del microondas viene de un momento en el que aún no se habían inventado los microondas.
     Decidió visitar a un hipnotizador. Quizás a través de la hipnosis conseguiría recordar cómo había sido su infancia, para así entender por qué era tan mala.


* * *

     "Clac". El sonido de los dedos la sacó del trance. A su lado, el hipnotizador, pálido como un cadáver, había empezado comiéndose las uñas, pero ya se había devorado la primera falange del dedo anular izquierdo. Estaba demudado, muerto de miedo. con el cabello encrespado como si fuera un cepillo de púas.
     - Dígame algo, yo no recuerdo nada -le dijo Enceflana a aquel pobre ser cuya vida ya estaba trastocada para siempre y que se apretujaba contra la pared, intentando apartarse de aquella mujer.
     Sacando fuerzas de flaqueza, el hipnotizador acabó moviéndose, abrió la puerta de un trastero, sacó una escoba y se la lanzó a Enceflana. Luego le dijo:
     - ¿Sabe barrer?
     - No -respondió ella.
     - Móntela.
     - Cochino.
     El hipnotizador, histérico, le gritó:
     - Que la monte.
     Enceflana obedeció. Se subió en la escoba. Y entonces ocurrió. En cuanto el culo de la mujer encajó en el palo de la escoba, además de darle un cierto regusto, la madera comenzó a vibrar, pero no en el sentido que tú, querido lector, te imaginas, sino que comenzó a vibrar para alzarse en el aire.
    Unos segundos después, Enceflana atravesaba volando la ventana de la consulta del hipnotizador, haciendo saltar los cristales por los aires, mientras gritaba como un vaquero legendario:
     - ¡Soy una bruja, soy una bruja, yuhuuu!

© Frantz Ferentz

2. Bilingüismo desajustado



    Enceflana abrió la boca para decir: "Me apetece una cerveza". Ese era el mensaje, pero antes de que saliese por su boca, se concentró para que le saliese en inglés delante de sus colegas. El resultado fue:
    - Pufff...
    - ¿Decías? -le preguntaron.
    - No, nada, es que hoy no me sale el inglés.
    Enceflana no podía reconocer antes sus colegas que tenía un problema de ajuste de ondas cerebrales.
    Ella sabía mucho inglés, pero no le salía. Podía salirle un eructo, un taco, un me-cago-en-la-madre-que-te-parió... pero en castellano, vaya.
    Volvió a probar a decir algo en inglés dos días después. Quería decir: "las galletas saladitas, si se pican poco, no engordan tanto y favorecen el cutis graso". Allá fue:
    - Ayoeohao...
    - ¿Decías?
    - Nada, que hoy tampoco me sale el inglés.
    Y tras una tercera tentativa, ya una semana después, intentó decir: "la crisis me está matando, pero yo no la voy a fomentar", le salió algo como:
    - Bropp
    - Vaya eructo -le dijeron.
    Y como parecía que, efectivamente, algo se le había atascado en el esófago, un colega, campeón de taekwondo, empezó a darle palmaditas en la espalda.
    Y ahí fue donde Enceplana descubrió que algo le mantenía la tráquea atascada. En ese momento se le cayó en el escote un inglés en miniatura, que temiendo ahogarse en la pechera de Enceflana, empezó a gritar en inglés:
    - You are gonna pay it to me, you'll see, you fucking bastard, I've been living here for ages without paying any rent...
    Los compañeros, al ver que la pechera de Enceflana por fin hablaba inglés, comenzaron a aplaudir mientras encargaban otra ronda de cañas y patatas alioli, sobre todo para que el inglés en miniatura se animase y no dejase de hablar.

© Frantz Ferentz

1. Falta de información axilar


Enceflana Miguélez se dio entonces cuenta de que cada uno de sus sobacos olía distinto. No sabía si consultar al médico por miedo a que se riese de ella, o si dejarlo correr. Al final pudo más el miedo que la vergüenza y consultó al médico.
    El doctor se interesó por aquel caso. Un sobaco olía a boquerones mientras el otro olía a naftalina.
    -- ¿Usa desodorante? --preguntó el médico.
    -- Solo a veces...
    El médico le arrancó a Enceflana unas muestras de vello axilar para hacer pruebas. Luego le recomendó:
    -- Deje de mezclar la naftalina con los boquerones, creo que su cuerpo no lo asimila.
    Enceflana bajó la cabeza avergonzada. Habían descubierto su gran pasión gastronómica.
    -- Y use desodorante, ¿quiere? --acabó aconsejando el doctor quien ya se olía un buen artículo en una revista médica.
    Mientras, Enceflana no hacía más que preguntarse en qué iba a cambiar que usase desodorante como aliño de la naftalina con boquerones.

© Frantz Ferentz

Enceflana o la senda de los elefantes







Enceflana o la senda de los olifantes