Saturday, 26 June 2010

26. El fin del principio o el principio del fin... aún no se sabe

    No podré seguir contando nada más. sobre Enceflana. Sé que esto, a algunos, les puede causar dolor en el bajo vientre, pero también es verdad que sus quijadas y su moral lo agradecerán, será cuestión de acostumbrarse. Enceflana ya no está entre nosotros. No es que se haya muerto o se haya metido a monja de clausura (pobre convento...). No, no es eso. Enceflana ya no está en su país, en su casa, con su gente. Fue algo repentino, un cambio de vida radical. Todo ocurrió bastante rápido.
    Todo empezó en una de aquellas salidas con los colegas de trabajo. Satona, la más odiada, se trajo por fin a su novio, un muchachote fuerte, con tableta en el abdomen, bombero, guapo, de quitar el hipo. Enceflana, fiel a sus ataques de envidia, no pudo resistir imaginarse las noches de pasión con aquella máquina sexual. Por eso, sus glándulas sudoríparas comenzaron a dispararse y, enseguida, su olor axilar invadió el bar de copas donde estaban, obligando a los presentes a abandonarlo. Bien, no a todos, porque un hombre apuesto se quedó en el otro extremo de la barra. Aquel dijo:
    - Enti bišimmi izzayi gámla, ya h'ababití.
    Lo que faltaba, hablaba idiomas. Pero no fue problema. El hombre chascó los dedos y enseguida entró un hombrecillo menudo cubierto con un turbante y los dedos taponando la pituitaria, que tradujo:
    - El Príncipe el-Khan el-Khalili el-Qahiri dice que tú hueles como una camella.
    Un principe... guau. Era pequeñajo, no debía medir más de metro cincuenta y cinco, pero tenía una perilla muy mona y soportaba perfectamete su olor axilar. El hombrecillo, sentado en un taburete, sin alcanzar con los pies en el suelo, estaba tomando algo. Dejo un billete de quinientos euros como pago y luego dijo:
    - Ana bah'abb ilmara izzeyik. Ta3ál ma3ya.
    El intérprete dijo:
    - El Príncipe el-Khan el-Khalili el-Qahiri dice que le gustan las mujeres como tú, que vayas con él.
    Enceflana no se lo pensó. Se dejó llevar a un hotel de seis estrellas y tuvo una noche de pasión inolvidable en que el príncipillo cabalgó su camella por entre las dunas del desierto. Aquello fue casi tan bueno como el orgasmo que le causó la cabra meses atrás.
    Después de satisfacer sus pasiones pecuarias, el príncipe propuso a Enceflana:
    - Enti lázma tekún izzawga bita3átí, ya gámla bén iggámlát -y chascó los dedos.
    Por la megafonía, el cansino intérprete dijo:
    - El Príncipe el-Khan el-Khalili el-Qahiri dice que tú seas su esposa, camella entre las camellas.
    - Pero yo estoy casada...
    El intérprete, también vía megafonía, tradujo. Entonces el príncipe el-Khan el-Khalili el-Qahiri propuso a la mujer convertirse allí mismo a su religión y mandar tres SMS a su marido. En su país con eso bastaba para divorciarse.
    Así lo hizo. Enceflana abandonó todo por amor y por tolerancia. Nadie la había tratado así, nadie había gozado con su olor axilar, llamándola camella entre las camellas. Era tan romántico. Por eso, abandonó su gente, su país y sus desodorantes y siguió a su nuevo amante a un harén localiado en un punto indeterminado de la Península Arábiga donde ahora es la favorita sesenta y cuatro del príncipe el-Khan el-Khalili el-Qahiri y viste una preciosa ropa negra que le cubre todo salvo los ojos, siempre entre celosía de las Mil y Una Noches. Un planazo, vaya.
    Como es fácil imaginar, el marido de Enceflana no se llevó ningún disgusto. Al contrario, desde que Piti la pitón vivía con él, había rehecho su vida, era un hombre feliz.
    La hija de ambos tardó seis meses en darse cuenta de que su madre no aparecía por casa. La verdad es que entre no tener madre y tener aquella madre, la chica no notó ninguna diferencia, de modo que no tuvo que recurrir a ningún psicólogo, psiquiatra o psicodramaturgo (alguien que recicla dramas para usarlos como guión de telebasura).
    Y encuanto a Josefo, la mascota de Enceflana, esa sí que sufrió. Sin los odores de su ama cerca, se escapó enseguida de aquella casa donde Piti la pitón la miraba con ojos golosillos. Nadie la ha vuelto a ver, quizás aún vague por alguna de las autovías de circunvalación de Madrid aspirando el humo de los camiones, quizás haya vuelto al zoo y se gane la vida recogiendo cacahuetes del suelo para revendérselos a los monos.



FIN

Thursday, 24 June 2010

25. Dolor de karma

    Los compañeros de la oficina querían celebrar el inicio de las vaciones con una cena. Ninguno de ellos hubiera querido que Enceflana fuese con ellos, pero no tenía valor de dejarla fuera, porque, en el fondo, la temían, presentían que había algo en su naturaleza que no era normal, aunque no sospechaban que se tratase de una auténtica bruja, porque una cosa es llamar a alguien "bruja" y otra abrirla en canal para comprobarlo.
    Satona pensó que, al menos, podrían usar la velada para poner a su colega en apuros con aquello del inglés que, por motivos inexplicados, había aprobado, resultando ser la más estudiante diligente de toda la oficina.
    - Hemos pensado ir a un restaurante jamaicano -dijo Satona.
    - ¿Y qué sirven ahí? -preguntó Enceflana medio en serio, medio en broma-, ¿ensaladas de marihuana? ¡Ja, ja, ja!
    Todos la miraron sin decir una palabra. Sus risotadas habían hecho saltar la alarma de incendios y la máquina del café había empezado a largar café sin control, lo cual era un misterio más que añadir a su extrañísima personalidad.
    Pero fueron allá. Como era de esperar, el menú estaba bilingüe en inglés y en amharica, el idioma de Etiopía, por aquello de que los rastafaris eran seguidores del último emperador Haile Selassie. Enceflana comenzó a sudar porque no entendía nada. Su inglés era nefasto, cosa harto sabida, pero nunca, nunca jamás, iba a reconocerlo.
    El camarero se dio cuenta enseguida, por eso empezó a proponerle los platos más caros, a lo que ella decía "yes, yes" como una pánfila, sin dejar de sonreír. Por eso, cuando se encontró con una langosta gigante adobada con piel de sapo y tela de araña, sintió unas ganas irreprimibles de ir al baño.
    Qué alivio cuando posó las posaderas en la taza del váter. Sobre la puerta había un montón de instrucciones en inglés, tanto que parecía un periódico. Por allí había un cocodrilo retratado. Horror, ¿y si hubiera cocodrilos en las cloacas? Se levantó como un rayo de la taza. Pero sus problemas habían tan solo comenzado. La puerta no se abría.
    - Mierda -dijo.
    Su aerofagia, debido a los nervios, comenzó a aflorar. No tenía ganas de aprovecharla para "tocar" alguna sonata. En vez de eso, se dedicó a aporrear la puerta pidiendo ayuda.
    Enseguida llegó gente. Entraron incluso hombres, pero todos daban voces en inglés. ¿Es que nadie sabía hablar español allí? Enceflana, que ni se había dado cuenta que tenía todavía las bragas bajadas, perdía los estribos. Por mucho que lo intentaba, no podía controlarse y, menos aún, abrir la puerta. Estaba atascada. Comenzó a sudar como si estuviese bañándose en una olla hirviendo.
    De repente, de su boca salieron estas palabras:
    - Ianuam apertam volo, quare ego ut vultus volo!
    La puerta salió despedida hasta estamparse contra la pared de frente. Si había pillado a alguien por delante, tendría tan solo dos dimensiones después del impacto.
    Cinco o seis personas la miraban atónitos. Entre ellas estaba Satona. Fue ella, precisamente, la que antes reaccionó. Se acercó hasta la puerta y con un simple clic, la desatrancó. Después le dijo:
    - ¿Pero cómo? A ver si va a ser verdad que no tienes ni puta idea de inglés, que has sido incapaz de leer las instrucciones que decían que para desatrancar la puerta bastaba mover esta palanquita hacia la izquierda...
    Las bragas bajadas de Enceflana, mientras tanto, se preguntaban que qué hacían ellas allí abajo a la vista de todos.

Wednesday, 23 June 2010

24. Perfidia azul (por decir algo)

    Enceflana estaba contribuyendo fielmente a la polución de agua potable. Estaba, según ella, duchándose, pero la realidad es que ella sola era capaz de bloquear una depuradora. Por suerte, no se duchaba muy a menudo, lo cual no aceleraba el calentamiento global aún más.
    Mientras el agua tibia le caía por el rostro, Enceflana pensaba en sus poderes y en el poco partido que les sacaba. Ella era una bruja poderosa, pero no sabía controlar sus capacidades. No podía, por ejemplo, adelgazar solo concentrándose en ello, con lo que se ahorraría en potingues, pastillas, tratamientos, masajes... No, no, masajes no, que eso sí que valía la pena.
    Pero todo era cuestión de concentrarse. ¿Por qué no? Además, aquella agua tibia que corría por su rostro tenía un efecto sedante. El poder estaba en la mente, había leído, pero también había leído que iban a subir la luz o que Atapuerca no era un sitio donde ataban gorrinos.
    Se concentró. Cerró los ojos, limpió su mente -porque su cuerpo era imposible limpiarlo del todo-, se vio delgada, muy delgada, como un espagueti al dente, era tan delgada que no había manera de creérselo, delgada, delgada, delgada...
    De su boca, como por arte de magia, surgió una frase mágica:
    - Siat mihi corpus filum pilumque.
    ¡Shtrupff!
    ¡Enceflana adelgazó tanto de repente que se coló por el desagüe de la ducha! Increíble. La mujer sintió como el agua la arrastraba por las cañerías. Era un horror. Se puso a pensar que, si no conseguía detenerse, acabaría precisamente en la estación depuradora, cortada en cachitos entre las aspas. ¡Qué horror! No había tiempo que perder, mientras caía, volvió a concentrarse para volver a su ser normal -normal para ella, anormal para el resto-. Se concentró, se concentró, se concentró mientras caía, hasta que de repente de su boca surgieron estas palabras:
    - Siat mihi omnia cum calumnia!
    La tubería por la que iba reventó y cayó. Se encontró en la alcantarilla, pero al menos había recuperado su cuerpo normal. Encima de ella vio luz. Era la tapa. La abrió con cuidado. Por suerte para ella, era tardísimo. No había nadie por la calle. Además, estaba al lado de su casa. Más suerte no podía tener. Su cuerpo estaba todo cubierto de inmundicias, toda su piel parecía un vestido de camuflaje con mondas de patata colgando y recibos de compra del supermercado pegados a su cuerpo por doquier, como si la hubiesen comprado a plazos.
    Llamó al portero automático de su casa.
    - ¿Quién? -preguntó el marido perezosamente.
    - Yo, abre.
    Él iba a preguntarle algo pero optó por no hacerlo. Abrió. Ella se precipitó escaleras arriba con la esperanza de no encontrarse con ningún vecino. ¿Qué explicación iba a dar? Tuvo mucha suerte, llegó hasta su casa sin tropezarse con nadie. La puerta estaba abierta. Entró, se fue directamente al baño. Y justo cuando estaba metiéndose en el plato de la bañera, apareció su marido.
    - Joder, Ence, esta vez te has superado a ti misma...
    - No, déjame que te explique...
    - Mira, ni lo intentes. Nunca pensé que alguna vez podrías oler aún peor de la que ya hueles normalmente...

23. Poder contra poder

    El marido de Enceflana estaba harto de encontrarse pelos de la mascota de su mujer por toda la casa. Aquella mofeta, además de su olor indescriptible, dejaba pelos por todas partes. Su mujer atascaba a menudo la ducha, lo cual entra dentro de lo humano, aunque también el váter, que ya no lo es tanto. Pero aquel maldito bicho era aún peor, porque como se paseaba libremente por toda la casa, sus pelos aparecían en los calzoncillos del pobre hombre, en su magdalenas del desayuno o hasta entre las teclas del ordenador, que parecía que de noche el bicho aquel se ponía a chatear con sus colegas hediondos por internet.
    Aquel día, el sofá había dejado de ser estampado para ser todo negro. Estaba, como es fácil imaginar, todo cubierto de pelos de mofeta.
    - Ence, que el sofá está todo cubierto de pelos de tu mascotita. ¿Puedes hacer algo?
    Enceflana apareció en el salón con rulos y ojeras. En la mano derecha llevaba un recogedor; en la izquierda, un cepillo de la ropa. Sin decir una palabra, tendió ambos objetos a su marido.
    - No, cariño. Quería decir si puedes hacer algo TÚ.
    Enceflana se rascó detrás de la oreja. Precisamente por allí pasaba Josefo tan tranquilo. Ella se limitó a decirle:
    - Josefo, hijo, para ya de dejar todo el sofá cubierto de pelos, ¿quieres?
    La mofeta se puso a buscar mimos entre las piernas de la mujer.
    - Ya está, ¿ves? -dijo ella y se dio media vuelta para irse de nuevo a acostar.
    - Muy bien, pues que sepas que yo también me voy a comprar una mascota...
    Una voz al fondo, lejana, como entre tinieblas, se dejó oír diciendo: "Pues vale..."

* * *

    El marido de Enceflana se compró una mascota. Pero fue una mascota que no dejaba pelos. De hecho era un bichito muy limpio. Se trataba de una serpiente pitón amaestrada -dentro de lo que cabe.
    Desde la llegada de aquel animalito, las cosas cambiaron en aquella casa. De hecho, la casa se dividió en dos. Por una parte, vivían Enceflana y Josefo.  Por la otra, el marido de ella y Piti, que es como bautizó él a su adorada mascota.
    Lo mejor de todo es que el marido de Enceflana se podía echar la siesta con la pitón enroscada a su alrededor. Cuando aquello sucedía, Josefo no se acercaba, por si acaso. Nadie sabía a ciencia cierta si las pitones son capaces de comerse una mofeta, pero era mejor no comprobarlo.
    El marido de Enceflana encontró un camarada para toda la vida en aquel magnífico reptil, hasta le enseñó a beber cerveza y jugar al mus. Camaradería como aquella sería difícil de encontrar.
    Nadie, sin embargo, había pensado en la hija, que volvería enseguida de su estancia en Irlanda. ¿Cómo viviría ella el hecho de dejar de ser la única mascota de la casa? Esa es otra historia que quizás, en otra ocasión, si tengo ganas, ya os contaré.

22.- La vida y sus consecuencias

    Enceflana estaba en el aeropuerto. Había ido a acompañar a su hija a coger el avión a Dublín. La chica iba a pasar un mes estudiando inglés allá, cosa que a la madre inquietaba sobremanera con la gentuza que corría por el mundo. Gentuza peligrosa y sin bozal.
    Tras despedir a su hija ante el control de pasaportes, se dio media vuelta con la intención de dirigirse hacia su coche. Ya estaba a punto de enfilar hacia el aparcamiento, cuando de lejos vio a aquel ser odiado cuya mera visión le hacía recordar su aerofagia: su colega Satona. ¿Qué coños estaría haciendo allí? La empezó a vigilar de lejos. Hmm, pero era complicado, aquella maldita se movía entre la gente con mucha soltura -entre otras cosas porque era una mujer menuda y no necestiaba dar culazos para abrirse paso. Enceflana se moría de ganas de saber qué hacía ella allí.
    No tenía equipaje, lo cual parecía indicar que estaba esperando a alguien, que estaba incluso buscándolo o buscándola. Enceflana sintió que su alma más maruja brotaba como un géiser, oloroso, pero un géiser. Aquella condenada se movía como una loca por el aeropuerto, qué difícil resultaba seguirla y además pasar desapercibida.
    Pero entonces, Satona se dirigió hacia donde estaba Enceflana. Tenía que reaccionar rápidamente, no podía permitir que la pillase in fraganti. Enceflana miró alrededor. Tenía que decidir rápidamente. Detrás de ella vio un quiosco. No tenía más opción. Se metió en él. De reojo seguía vigilando a Satona. Maldición, aquella mujer parecía haber descubierto su presencia. ¿Cómo justificar que estaba en el aeropuerto "nada más" acompañando a su hija? No, aquella iba contra su orgullo. Miró en derredor. Encontró un libro gordísimo en inglés. Por lo menos tenía seiscientas páginas. Satona seguía acercándose. Enceflana fue a pagarlo a la caja.
    - Señora, este libro no está en venta -le dijo la cajera-. En realidad eso lo tenemos a disposición de ciertos clientes, para que lo consulten cuando...
    - Pero, ¿cómo? Tenga, cien euros y no se hable más, caray.
    - Como quiera, pero...
    No la dejó acabar. Le largó un billete de cien euros y un chupachups de regaliz. Después, ya con el libraco en la mano -ni se había molestado en meterlo en la bolsa-, se dirigió hacia la puerta de salida del quiosco.
    - Hombre, Satona, bonita, ¿cómo tú por aquí? -saludó Enceflana haciendo muestras de unas excelentes dotes de actriz e intentando sonsacar información.
    - Ence, querida, qué casualidad. Pues ya ves, he venido a ver si encuentro a Karail.
    "Karail", vaya nombre, así se quedaba con las ganas de saber si se trataba de un hombre o una mujer. Pérfida, más que pérfida, ojalá le cayese un avión encima.
    - Qué bien... -Ence esperó a que le preguntasen a ella.
    - ¿Y tú? -había picado, había picado, con todo lo lista que era, había caído en su trampa.
    - Bueno, yo vengo por aquí de vez en cuando a comprar libros en inglés, ¿sabes? Es que como el aeropuerto es tan internacional, aquí encuentro buenas novelas en inglés sin dificultades.
    Satona echó un vistazo al libro. Luego sonrió y le comentó a Enceflana:
    - Novelas, no sé, pero deberías graduarte la vista, querida.
    - ¿Por qué?
    - Porque te has comprado la guía telefónica de Londres, pero claro, será un problema de vista, no de idioma, ¿verdad?

Sunday, 20 June 2010

21. Doble razón de sinrazón

    A aquellas alturas del verano, Enceflana estaba preocupada. Muchas mujeres se preocupan cuando se tienen que embutir el biquini y se ven orondas. Enceflana no era una excepción, pero le daba mucha rabia pensar que, a pesar de lo bruja que era, no podría quitarse ni un gramo de grasa por arte de magia.
    No podría pavonearse delante de sus colegas femeninas en la piscina del centro de ocio de la empresa. Qué fastidio. Quizás debería pensar seriamente en ponerse un burkaquini, que decían que no solo cubría todo salvo el óvalo de la cara, sino que además actuaba como una faja astringente por todo el cuerpo (aunque en el peor de los casos podría también hacerse con un traje de neopreno).
    Y para colmo, aquello...
    Sí, no solo tuvo que toparse con músculos caprichosos que le bailaban por la barriga, sino que además, mirándose en el espejo, descubrió un grano enorme en el hombro. Tenía una cabeza amarillenta que estaba diciendo: "Estrújame, estrújame..."
    ¿Cómo resistirse a aquello? Enceflana no podía decir que no.
    Por eso no dijo no.
    Sus dos dedos índices se dirigieron a aquella puntita blanca, pudorienta, que ansiaba por salir. Chac. La maestria de los dedos de Enceflana bastaron para que a la primera la capa protectora se rompiera y comenzase a brotar un hilillo de pus blanquecino. El grano, semejante a un pequeño volcán, escupía con calma aquella lava lenta blancuzca, que poco a poco corría hacia abajo.
    Enceflana se dio cuenta enseguida de que allí había más pus del que parecía. Por suerte tenía a mano un vaso de plástico allí mismo en el baño. Lo puso bajo el grano para que el pus se almacenase allí.
    Era impresionante, nunca nadie podría haber imaginado que un vasito de plástico se podía llenar de pus, pero la verdad es que cuando estuvo a rebosar, todavía seguía saliendo pus. Entonces Enceflana echó mano de una cazuela que estaba en el baño (no le busquen la lógica a que una cazuela estuviera en el baño, son cosas de Enceflana, lo mismo que tenía por allí la taladradora).
    La cuestión fue que tres cuartos de la cazuela se llenaron de pus. Enceflana no daba crédito a lo que veía. Era imposible almacenar tanto líquido pudoriento en el cuerpo. Lógicamente, Josefo, la mascota mofeta, acudió atraída por aquel hedor. Hizo entender a su dueña que quería darse un baño en aquel líquido, quizás porque se sentía como Cleopatra dándose baños en leche de burra.
    Fuere como fuere, Enceflana descubrió que, después de haber vaciado aquel grano, había perdido ciento cincuenta gramos de peso; se lo dijo la báscula, que almacenaba los distintos pesajes y con voz femenina felicitaba a quien se pesaba cuando se perdía peso:
    - Felicidades, Ence -estaba programada para decir "Ence", en plan familiar, para que sonase más íntimo-. Has perdido ciento sesenta y tres gramos desde la última vez. Sigue así, Ence...
    Pero si se ganaba peso, entonces la báscula tomaba una voz masculina, muy marcial, y regañaba, por ejemplo así:
    - Señora Miguélez -ya pasaba al usted-, qué desilusión, ha ganado usted tres kilos desde la última vez. Va a conseguir usted que me deje arrastrar por el alcohol...
    Enceflana pensó que precisamente lo que ella tenía era mucho pus en el cuerpo. A sus años tenía todavía acné, lo cual, en fin, tendría que significar que ella era bastante joven. Una mozuela, vaya.
    Por eso, con la ayuda del espejo y con todas las cazuelas de la casa alrededor de sí, se pasó la noche explorando su cuerpo en busca de granos que explotar.
    A la mañana siguiente la balanza le dijo:
    - Felicidades, Ence, has perdido dos kilos y medio desde la última vez. Sigue así, Ence, estoy muy orgullosa de ti.
    Qué placer. Sin más, Enceflana se dirigió a la oficina, no sin antes recoger aquel biquini que hacía veinte años que no se ponía y meterlo en el bolso.
    Cuando llegó, todos sus compañeros se la quedaron mirando. Seguro que apreciaban su pérdida evidente de peso y en tan solo un día. Envidia, se los comía la envidia.
    Pero como siempre, una de aquellas envidiosas, aquella Satona, con el café entre los labios, le dijo al verla pasar:
    - Pero Ence, cariño, ¿qué te ha pasado por el cuerpo? ¿Tienes el sarampión o la varicela?

Saturday, 19 June 2010

20. Almas perplejas


    Se llamaba Camellia, Camellia Robson. Había nacido en la lejana Nevada, pero adoraba España por su clima, su gente, su tortilla de patatas, su vino y su monarca, porque ella siempre había querido ser princesa, pero su país era una república, como todo el mundo sabe, salvo muchos de sus propios ciudadanos.
    Recaló en España muy jovencita para aprender español. Lo aprendió en los bares, por eso su acento apestaba a alcohol. De hecho, su español no era gran cosa si no tenía cerca un chato y una tapa -preferiblemente de jamón. Se doctoró en sus Estados Unidos natales. Se casó dos veces pero se divorció tres -ese es un misterio que la propia Camella nunca ha desvelado-. Tuvo un hijo que en cuanto fue mayor de edad se dedicó a gigoló, aunque a su madre la tenía engañada diciéndole que era representante de ropa interior femenina, porque se veía que de eso entendía bastante.
    Fuere como fuere, con 44 años decidió abandonar su puesto de trabajo en los Estados Unidos y venirse a España a ganarse la vida dando clases de inglés. En cualquier caso, lo suyo era algo desesperado, estaba dispuesta a tirarse desde un puente encima de un coche oficial de un ministro para acabar con su mísera existencia -pero si era un suicidio, que tuviese clase- en caso de que aquella última decisión no la llevase a ningún sitio.
    Y por eso, pidió una señal al cielo.

* * *

    Siendo nativa de lengua inglesa, Camellia no tuvo grandes problemas para encontrar trabajo con el idioma inglés en un país donde el 90% de la gente no habla más que su propio idioma y encima mal. La contrataron en la Agencia Evaluadora "Piss off", cuyo significado pasaba desapercibido para los hispanos, pues al traducirlo literalmente con ayuda del diccionario o del traductor automático, les salía algo así como "mea fuera", lo cual solía ser interpretado como "meas fuera de la taza, so guarro".
    Precisamente uno de sus primeros trabajos fue evaluar los progresos en materia de aprendizaje de lengua inglesa de una empresa madrileña. Los buenos conocimientos del idioma inglés servirían a sus empleados para mejorar su situación laboral en la firma.
    Camellia Robson leyó el nombre de la siguiente candidata: Enceflana Miguélez.
    - Extraño nombre -pensó para así.
    Ante ella se presentó una mujer de unos cincuenta y tantos, de cara redonda, la boca contraída artificalmente -boquita de piñón, que se dice-, vestida toda de estampado, como si fuese un jardín botánico ambulante.
    - Take a seat, please, -pidió Camellia.
    Enceflana cogió la silla y se quedó de pie sujetándola.
    - Que tome asiento -repitió Camellia ahora en castellano.
    - Ah, perdone, es que como "take" -pronunciado "tei" por Enceflana- significa 'coger', pues pensé...
    - All right. Please, talk about yourself, introduce yourself.
    - Qué agobio, uf, qué agobio... No puedo, ¿eh? No puedo, espere... A ver... mi nein is Enseflana, ay lif in Ejpein, bar ay lay tu jiar pó musi, bicaus de pípol ar simpátik...
    - Yeah, that's enough -cortó Camelia-, now, could you tell me what you've been doing lately to improve your English?
    - Inglis, yes, beri boniting... Yes... coño, qué agobio, que no puedo, que no me sale el inglés, ¿sabe? Es que tudey no me sale, señora, eskius mi, pero es que no. Verá usted, de inglis is guz, ay espiz inglis beri güel... ¿Y qué más? Ah, sí, mire: éboni an áivori, libin in perfez armoní... -empezó a cantar Enceflana
    - Madam -interrumpió Camellia-, I see you're not taking this seriously, will you please concentrate on my questions? Or do you really understand a word of what I'm saying?
    - Espere -y volvió a cantar-. ay guas efré, ay guas petrifay, ké cinkin ay néber lif...
    Fuera comenzó a tronar.
    - ¡Basta! -interrumpió fuera de sí Camellia-. ¿Me está usted tomando el pelo?
    - ¿Eh?
    Camellia había perdido absolutamente el control. Por eso le espetó a Enceflana:
    - Nunca he visto alguien tan deprimente como usted, tan peripatética, alguien que pueda ser tan penosa. ¿Pero usted se ha visto? Da grima verla... Y olerla ni digamos, a pesar de los kilos de colonia que se echa. Es usted una bomba biológica andante, señora... No sé que haría si yo fuese como usted...
    Justo en ese instante, en la mente de Camellia se encendió una lucecita., tal vez una neurona olvidada había vuelto a la vida. De repente comprendió que ella no podía caer ya más abajo, porque en lo más bajo había aún gente, como aquella Enceflana.
    Súbitamente, su furia se trocó en una sensación de paz. Una sonrisa infantil brotó en sus labios. Aquella señora le había traído la luz, el cielo se había manifestado a través de ella (qué caprichoso era a veces el cielo para comunicarse con los mortales).
    Camellia se levantó de su silla, se acercó a Enceflana que la miraba sin entender nada y le dio un beso en la frente. Luego cogió la ficha de evaluación y le puso la mejor nota.
    Sin embargo, en la oficina tuvieron que aguantar los aires que se dio Enceflana, nadie entendía cómo aquella mujer, que no sabía una palabra de inglés, había obtenida aquella calificación. Por eso, cuando ella intentó explicárselo, se quedaron igual que estaban:
    - De tia gif mi e kis, emosionéiz, de tia seis yu putamadring, yu acojoneiting. May inglis is de ostia, yes.

19. Ojos que no ven, piel que imagina

    Después de la experiencia traumática en el zoo con el orangután, el médico -sí, ese pobre que tanto la sufría- mandó a Enceflana a relajarse lejos de Madrid, lo más lejos posible. El marido estuvo de acuerdo -cómo no- e incluso su jefe -porque también él era una víctima de aquella bruja de poderes axilares.
    Enceflana decidió marchar a una casa rural remota. Estaba ubicada en un paraje perdido entre montañas, un sitio donde la telefonía móvil tenía señal solo a ratos, según soplase el viento, porque la señal se desviaba a la mínima. Los dueños de la casa, para no tener que aguantar su olor corporal, habilitaron las antiguas cuadras como dormitorio "rural", en edificio aparte, pero Enceflana ni siquiera notó que se tratase de lo que se trataba. Estaba demasiado concentrada en su trauma, aunque quizás, quien sabe, en el fondo no era tal trauma.
    Enceflana se dedicó a pasear, por prescipción facultativa, por verdes praderas, entre olorosos pinos, dejándose rodar por la hierba bucólica como una Heidi cincuentona y rechoncha, pero sin Pedro ni el abuelito. No pensaba en nada, solo se relajaba.
    Al tercer día le pilló la lluvia. A no mucha distancia vio una especie de pajar. Corrió hacia él para protegerse. Dentro estaba oscuro, pero había mucha paja. Tan solo una puerta daba acceso al exterior, pero estaba anocheciendo y no entraba ya luz. Enceflana se tiró en la paja, esperando que escampase, relajándose. Se estaba muy bien allí, la paja desprendía incluso calorcito.
    Pero, de repente, Enceflana se dio cuenta de que no estaba sola. De hecho, no había estado sola desde que había entrado allí. La mujer pensó que seguramente se trataba de un pastor que, como hombre, había observado en silencio amparado en la oscuridad. Enceflana notó que su corazón se aceleraba, se daba cuenta que el extraño se le estaba acercando.
    De repente la lengua del extraño comenzó a recorrer su piel por el rostro. Oh, qué intensidad. La lengua del extraño alcanzó los labios de ella. Enceflana se excitó, se excitó como hacía años que no se excitaba. Gimió. El extraño debió notar que ella estaba receptiva. Bajo hacia sus pechos. Le arrancó los botones de la blusa, dejó a la vista el sujetador, pero no acabó ahí la cosa. A mordiscos le arrancó el sostén -qué importaba que se rompiera, ya llegarían otras rebajas de El Corte Inglés-, de hecho deshizo la blusa y el sostén, y le mordisqueó suavemente los pezones.
    Enceflana gemía ya como una loca, jamás en su vida la habían tratado sexualmente así. A la mierda su marido, ahora gozaba del momento, perdía la noción de todo... Qué placer. Pero aquel desconocido conocía bien su trabajo. Después se desplazó hacia el pubis de Enceflana. Le desgarró la falda para abrirse paso y luego le destrozó las bragas. Enseguida atacó su sexo con aquella lengua poderosa. Allí ya Enceflana no pudo resistir pasar del gemido al grito, pero nadie podía oir sus jadeos de excitación. Ni ella misma se reconocía.
    El desconocido recorrió todos los pliegues de aquella vagina olvidada, despertando sensaciones a cada milímetro, provocando chillidos de placer en la mujer, hasta alcanzar el mayor -en realidad el único- orgasmo de su vida, tanto así, que se desvaneció por la intensidad de lo que sentía.
    Cuando despertó, ya hacia el amanecer, su vagina aún vibraba. Ella sonrió. Había por fin luz allí dentro. Enceflana pensó que tal vez el desconocido seguía allí. Querría conocerlo. Pero hubiera sido mejor que no. A su lado, una cabra estaba acabando de comerse tranquilamente sus bragas. La lengua del animal salía a cada momento de la boca. Enceflana reconoció entonces el instrumento fatal que, la noche anterior, le había provocado su único orgasmo.

18. Retorno a las raíces, mas no árboreas

    Enceflana suponía que su querido Josefo, antes de llegar a ella, había vivido en el zoo. No deseaba, bajo ningún concepto, que el animalito volviese allí, lógicamente, porque, como toda bruja, tenia una mascota. Ella estaba encantada con su mofeta, tan suave, tan cariñosa, tan nauseabunda. No obstante, se sintió curiosa y decidió ir al zoo a ver dónde vivía antes su querido Josefo. Pero ni remotamente se le pasó por la cabeza llevarlo consigo, no tanto porque se lo pudiesen arrebatar, sino porque sería un trauma para él volver a aquel lugar donde había estado encerrado.
    Era ya casi verano, avanzado junio. El sol de Madrid ya golpeaba fuerte. Enceflana se fue con ropa ligera, sola, en una especie de viaje iniciático. Ni siquiera dijo a su marido dónde iba. Tanto fue así que cuarenta y ocho horas después aún no había vuelto a casa. El marido no tenía ninguna intención de denunciar su desaparición, pero la hija, que se moría de hambre, reclamó la presencia de su madre porque se negaba a seguir alimentándose solo de pizzas congeladas.
    Llamaron, por fin a la policía. Hubo suerte, cuatro horas más tarde, recibieron una llamada del zoo pidiendo al marido de Enceflana que se acercase hasta allí. Él, de mala gana, acudió. Lo habían avisado, además, de que llevase ropa de su mujer. Qué extraño, ¿habría hecho un estriptís allí? Era capaz –pensó–, le bastaba tan solo tomarse tres copazos y ya podría montar un numerito hasta encima de los elefantes.
    Una vez en el zoo, condujeron al hombre a una sala en el edificio administrativo. Enceflana descansaba en un colchón de paja, completamente desnuda. A su lado, un orangután sedado –se le veía todavía el dardo en un brazo–, la abrazaba amorosamente, como si fuera su pareja. Uno de los veterinarios, después de saludar al marido le explicó:
    – Verá usted, a pesar de todo no hemos conseguido separar al orangután de su señora. Hemos interpretado que su señora emana unos odores que excitan profundamente a los orangutanes. Cuando ella estaba paseando al lado de la jaula de estos simios, uno de ellos, precisamente ese de ahí, sumamente excitado, consiguió salir de la jaula -no me explico cómo- y se llevó a su señora para dentro. Desde entonces no la ha soltado. ¿Usted entiende algo?
    Claro que entendía, pero prefería callarse porque no le gustaba que lo tomasen por víctima, aunque tal vez ahora podría usar la infidelidad de ella con el orangután para pedir el divorcio. Quién sabe.

Friday, 18 June 2010

17. A vueltas con los sueños hasta desenroscarlos

    Enceflana se despertó de repente cubierta en sudor y cubierta de polvo. Se había incorporado en la cama como si un cocodrilo le hubiese mordido el culo -por fuerza hubiera tenido que ser un animal con unas mandíbulas de esa envergadura para abarcar tanta masa.
    Lógicamente, su pobre marido también se despertó ante los estertores de la cama.
    – ¿Qué pasa? –preguntó él–, ¿Que te has tragado a la mofeta sin querer?
    –No, no... –respondió ella todo alterada–, que he tenido una pesadilla. He soñado que me pasaba toda la noche taladrando las paredes de nuestra casa hasta dejarla como un queso gruyere.
    El marido se restregó los ojos, miró de frente y dijo aceptando la realidad:
    – Bueno, sueño sueño, no fue, porque la verdad es que estoy viendo a la mofeta intentando tener sexo con la olla exprés en la cocina por el agujero de ahí enfrente y, por el agujero de abajo, al vecino del cuarto intentando falsificar billetes de cinco euros con un rotulador, pero el tonto de él escribe "heuros".
    Enceflana solo dijo:
    – Todo esto me agobia tanto...
    – Y a mí ni te cuento, porque como no tenga cuidado, acabo haciendo compañía al vecino de abajo... Ya ves.

Thursday, 17 June 2010

16. Las apariencias desengañan

    El marido de Enceflana se despertó con una agradable sensación en los labios. Se quedó unos minutos en la cama regordéandose del cosquilleo que le recorría la boca, hasta que Enceflana se acabó despertando debido al sonido de aquellos labios que estallaban.
    - Te veo muy contento esta mañana... -le comentó ella en cuanto abrió los ojos.
    - Bueno, es que esta noche has estado muy cariñosa... -dijo él con voz picarona.
    Ella frunció el ceño y le espetó:
    - Tú sueñas, macho...
    - Pero ¿y los besos?
    - ¿Qué besos? -preguntó ella mientras se arrebujaba bajo las sábanas no queriendo saber nada más del tema.
    En ese momento, también de debajo de las sábanas, salió Josefo, la mofeta mascota de su esposa.
    El marido, en vez de correr a lavarse los labios con lejía, se quedó pensando en cómo era posible que una mofeta supiera besar con más arte que su esposa.

15. Destinos extrapolados

    Enceflana encontró por internet un interesante estudio donde decía que toda bruja solía tener una mascota, en la mayoría de los casos un gato negro. En realidad no era un estudio -Enceflana no soportaba leer algo que tuviese más de diez líneas porque se mareaba y le entraban náuseas-, sino el inicio de una entrada de la wikipedia o algo similar.
    Pensó en que le gustaría tener una mascota en casa. Su marido casi lo era, pero no la obedecía demasiado, a la mínima de cambio se escapaba al bar. No, debía ser un animal fiel, que se adaptase a ella, a su brujería innata. No obstante, ella odiaba los gatos. La ponían nerviosa. De todos modos, ella no había leído en ningún sitio que el animal en cuestión hubiese de ser un gato (y si lo decía, estaba varias líneas más abajo, allí donde Enceflana nunca llegaría leyendo).
    La idea de la mascota brujeril se convirtió en obsesión, pero sus poderes funcionaron solos. La conexión se abrió, su aura buscó a la mascota en el caos universal, o sea, en El Corte Inglés. Fue de un modo absolutamente inesperado. Todo comenzó en época de rebajas -Enceflana nunca reconocería que iba a las rebajas, pero lo cierto es que siempre acudía a ellas-, aunque intentaba no estar en primerísima fila para que su imagen no apareciese en los periódicos o la televisión. Entre aquella marea humana que se mordía, pisaba, daba codazos, escupía, insultaba y practicaba el sexo disimuladamente, Enceflana sintió que su furia iba en aumento, de un modo brutal, escalonado, en espiral. Ya no lo soportaba.
    De repente, ya sin poder controlarse, levantó los brazos y gritó:
    - ¡¡¡¡¡Bastaaaaaa!!!!!
    El efluvio axilar de Enceflana comenzó a expandirse por la planta de ocasión de El Corte Inglés y luego por el resto del edificio. El efecto fue inmediato: la masa humana comenzó a evacuar el edificio desordenadamente (como es lógico), de manera que en dos minutos, todos estaban fuera.
    Enceflana se quedó sola. Qué bien. Los efluvios axilares invadían el aire. Los extractores de gases nocivos tardarían horas en evacuar aquella contaminación axilar. Y fue entonces cuando Enceflana se encontró con aquel hermoso animal que le lamía los tobillos. Evidentemente era el único que podía vivir en un ambiente así, de hecho él era otra víctima de la mala fama. Enceflana se enamoró de él y lo cogió en brazos. Era tan tierno, tenía un pelaje tan suave... El animalito, fugitivo en la ciudad después de haber escapado del zoo, había acudido al Corte Inglés atraído por aquel olor que le era tan familiar.
    La bruja ya tenía su mascota. Había decidido adoptarla, pero antes le puso un nombre: Josefo.
    Cuando el marido de Enceflana vio aquel animal sentado a la mesa comiendo del mismo plato de su mujer, se quedó de piedra. Ella, pese a todo, aún conseguía asombrarlo. Casi sin voz, le preguntó:
    - Pero ¿de dónde has sacado esa mofeta?

Wednesday, 16 June 2010

14. "Cuanto más conozco a los humanos, más amo a mi perro"... perdón, a mí mismo

    Cada vez era más claro. Enceflana se veía perfecta. Nada de defectos, sus aparentes problemas eran una bendición del cielo. Ya había comprobado que su olor axilar era parte de sus poderes, pero ¿qué decir de su aerofagia brutal cuándo llegaba?
    También.
    Descubrió que lo mejor que podía hacer en esos momentos de aerofagia brutal no era avergonzarse, sino meterse en la bañera con agua calentita y esperar a que se pasase aquella aerofagia con calma, porque, mientras duraba, tenía una sesión de hidromasaje gratis.

13. Autohipnoterapia... aún sin patentar.

    Mucho se prodigaba Enceflana en sueños en aquellos días. Desde que había descubierto que con los sueños recuperaba no solo su vida pasada de bruja, sino también elementos que le pasaban desapercibidos en su vida diaria, Enceflana se obligaba a soñar de noche, aunque para ello acabase echando a su marido a culazos de la cama. Aquel pobre, en vez de discutir con ella, se iba a dormir al salón sin rechistar o se ponía a chatear a altas horas de la noche con una supuesta rusa de 22 años, de nombre Olga Vicionovitch, modelo, espectacular, que en realidad era un tío con cara de hiena  practicante asiduo del autosexo, que vivía dos pisos por debajo de él. Casualidades de la vida.
    Pero volviendo a Enceflana, aquella noche tuvo sueños proféticos. Soñó que era un planeta. Soñó que cada vez que introducía las manos en el vientre extraía criaturas vivas, como una diosa. Aquello le hacía sentirse muy bien, no hacía más que pensar que le encantaría que sus colegas de trabajo la viesen en aquel momento nada más y nada menos que creando vida. De sus entrañas salían igual periquitos babosa que humanoides de petróleo con olor axilar (no olviden que estaban hechos a imagen y semejanza de su creadora).
    Se sentía tan bien. Aquella explosión de vida se iba extendiendo por el planeta, es decir, por su cuerpo para poblarlo. Qué profético. Menos mal que era una diosa buena y no se comía a sus criaturas...
    De repente el marido de Enceflana volvió a la cama. Su entrada brusca despertó a la mujer. Qué fastidio, interrumpirla en aquel sueño.
    - Gilipollas -le dijo ella.
    - Vacaburra, que encima eres una asquerosa...
    - Más lo eres tú...
    - No tú, que yo, mientras duermo, no me rasco el ombligo como si fuese un pozo de petróleo y voy dejando toda la mierda almacenada de décadas en ese agujero negro sin fondo que tienes ahí en medio esparcida por la barriga. Mírate...
    Efectivamente, pequeñas figuras de una composición grasienta poblaban el abdomen de Enceflana como un pequeño belén abstracto de seres incalificables.
    Pero todo fuere por una profecía, porque hasta la figura más amorfa contaba algo del futuro.

12. Cuestión de huevos

    Aquella noche, cuando el marido de Enceflana llegó a su casa, se encontró a su mujer tumbada en el sofá mirando la tele.
    - Hola -dijo él.
    Ella solo gruñó.
    El hombre solo fue a la cocina. Esperaba que hubiera algo para cenar aparte de las biscotes con mostaza que siempre estaban disponibles o de las galletas de perro que Enceflana devoraba entre horas, sin que nadie la convenciese de que aquello no era para humanos.
    Pero el panorama que se encontró fue desolador. La nevera estaba abierta de par en par, pero eso no era lo peor. Lo peor era que al menos diez huevos estaban estampados contra la pared y el suelo. Además, la sartén echaba humo como una locomotora y había una humareda espantosa que se escapaba por la ventana de la cocina.
    El marido de Enceflana no quiso ni preguntar a su mujer. Se limitó a retirar la sartén del fuego y llamó al telebocata y al telebirra. Tan solo le preguntó a su mujer ya desde la habitación:
    - Muy agobiada, ¿verdad cariño?
    - Ucho... -regurgitó ella rascándose la barriga despacio, porque no tenía energía.
    Y es que Enceflana no iba a explicarle a su marido que ella, una bruja, tenía inmensos poderes, que era capaz de hacer volar los huevos por el aire, pero no sabía usar su magia para freírse un par de huevos sin tener que levantarse del sofá.
    Porque los poderes son una cosa muy cansada y los huevos son una cosa muy seria.

Tuesday, 15 June 2010

11. La otredad desconocida

    Enceflana no hacía más que dar vueltas en la cama. Le costaba dormirse. Nuevamente su mente estaba ocupada por pensamientos que reflejaban las experiencias del día. Siempre era la misma historia, ella y su relación con los colegas de trabajo. ¿Por qué no la aceptaban como era? Ganas de fastidiar. Pero ella, a pesar de todo, necesitaba dormir. Su marido roncaba a su lado como si fuese un oso en hibernación. Qué suerte. Decidió contar ronquidos... Bueno, mejor eso que las tontas de las ovejas. Se imaginó que cada ronquido era un orco de El Señor de los Anillos que se alistaba en su ejército de las tinieblas. Cada ronquido era pues un orco que se presentaba y firmaba su alistamiento en la armada enceflánica. Qué morbo. Quizás hasta conocía alguno bien dotado... La cuestión es que aquello funcionó. Cuando iba por los doscientos quince orcos-ronquidos, acabó cayendo en el sueño.
    Enseguida comenzó a soñar. De repente le quitaron una caperuza. Se encontró en una plaza abarrotada de gente. Era al anochecer. Estaba encima de una pira que, evidentemente iban a prender. A su lado, un tipo con capucha se aseguraba que estaba bien atada, porque, efectivamente, sus manos y sus pies estaban atados a una estaca por detrás. El populacho -porque era populacho- gritaba "bruja, bruja, bruja" y pedían que la quemasen.
    Enceflana no se amilanó. Comprendió que la bruja era ella. Todo aquello parecía absolutamente real, no parecía un sueño en absoluto. Entonces un tipo vestido como de carnaval veneciano -tendría que darse cuenta la mujer que aquel sueño ocurría en otra época, aunque estaba muy bien ambientado en cuanto al escenario y los vestuarios- subió a la tarima y leyó una especie de sentencia. Enceflana no entendió nada, porque era en latín. Vaya mierda, siempre los idiomas. Cuando acabó, el populacho gritó de nuevo, pidiendo que la quemasen.
    Entonces Enceflana gritó:
    - ¡Un momento!
    El verdugo y el tipo vestido de carnaval se detuvieron. El segundo preguntó:
    - ¿Qué queredes?
    - Mi último deseo.
    Hubo un silencio sepulcral. Enceflana ignoraba que eso del último deseo de los condenados a muerte era una cosa bastante reciente, que en tiempos de la Inquisición -porque aquello era un acto puro y duro de la Inquisición-, a los reos se los quemaba sin más y a otra cosa.
    El verdugo y el carnavalero se rieron. Luego bajaron de la pira y el verdugo comenzó a prender fuego a la madera seca, mientras el populacho aumentaba el griterío, como si aquello fuese una parrillada y después tocase ración de bruja asada.
    Pero Enceflana no estaba dispuesta a rendirse. Como tenía unas uñas como cuchillos, rasgó sin grandes problemas las cuerdas y se soltó en un santiamén. El populacho, al verla libre, se calló de repente. Lo que no se sabe es si se callaron por el susto o porque se iban a quedar sin bruja a la parrilla para cenar.
    Enceflana, entre las llamas, alzó los brazos en alto. Y entonces ocurrió: de sus sobacos emergió una potentísima energía que se expandió por la plaza. Las buenas gentes de la aldea salieron en desbandada, llevándose por medio todo lo que allí había (es decir, puestos de chuches de la época, de ropita y de bebidas espirituosas, que no espirituales). Aquel efluvio que emanaba de los sobacos de Enceflana acabó además con las llamas. Y de la garganta de la mujer surgió una risa diabólica que duraba y duraba y duraba y duraba, hasta que su marido la despertó zarandeándola.
    - ¿Qué pasa? -preguntó ella de vuelta a la realidad.
    - Pues te reías como una loca y levantabas los brazos, y ya sabes que tu perfume sobacal es capaz de despertar a un oso hibernando.
    Oso hibernando. Exacto.
    Enceflana no quiso dar explicaciones a su marido, pero enseguida entendió que había tenido una regresión a otra vida. Comprendió que, efectivamente, ya en una vida anterior había sido una bruja poderosa y que el poder de sus sobacos era prodigioso.
    Aquel sueño fue providencial para ella. Desde aquel día, perdió cualquier pudor por el hedor que emanaban sus axilas. Sabía que, si las cosas se ponían feas, gracias a ellas podría escapar de cualquier situación incómoda.
    La otredad había vuelto a la mismidad.

Monday, 14 June 2010

10. El quid de la tecnología


    Aquella mañana de domingo Enceflana se levantó inundada de tristeza. No tenía que acudir al trabajo, su marido se había quedado a dormir la mona con los amigotes, su hija se había encerrado en su búnquer subterráneo. Estaba sola, necesitada de afecto, algo que ella jamás reconocía, mas era así, porque dentro de aquella pechera desgarrada latía un corazón que reclamaba cariño, aunque la mente que lo guiaba se obstinase en llamarlo niñato de mierda.
    Enceflana solo tenía una opción para relajar sus necesidades afectivas. Y se puso manos a la obra.
    - Bienvenido al servicio de Telefónica Movistar de España. Si su consulta es para el número desde el que llama, pulse 1 o diga "este mismo".
    - Dolor, mi número es el dolor... -dijo Enceflana.
    - Perdone, pero no entiendo -dijeron al otro lado de la línea.
    - Qué va a entender tú... Pero está bien, este mismo, si es lo que deseas.
    - Gracias. De las siguientes opciones, diga cuál es la que desea: mi tarifa, mis servicios, mis números favoritos, mis sms, quiero cambiar mi teléfono, viajo en el extranjero, curso aprendo a hablar por teléfono.
    - Estoy sola, ¿entiendes?
    - Perdone, pero no he entendido.
    - Que estoy sola, que necesito hablar con alguien.
    - De las siguientes opciones, diga cuál es la que desea: mi tarifa, mis servicios, mis números favoritos, mis sms, quiero cambiar mi teléfono, viajo en el extranjero, curso aprendo a hablar por teléfono.
    - Tú no lo entiendes, pero cuando la gente te da la espalda, cuando no te entienden que tu olor de sobacos, tu bigote, la bruja que llevas dentro cuando te cabreas es una cuestión hormonal, que no soy yo, que soy buena chica...
    - Vuelva a llamar. Gracias.
    Se cortó la comunicación, pero Ence, inasequible al desaliento, siguió marcando el número gratuito de atención al cliente de Telefónica Movistar de España.
    - Bienvenido al servicio de Telefónica Movistar de España. Si su consulta es para el número desde el que llama, pulse 1 o diga "este mismo".
    - Yo entiendo que no entiendan -siguió Enceflana-., pero al menos podían hacer un esfuerzo. Es muy duro ser especial, tener un buen fondo como yo, pero no saber mostrárselo a los demás...
    - Perdone, pero no entiendo -dijeron al otro lado de la línea.
    - ... aunque, al final, claro que deja huella en mi corazoncito, este tonto. Pero en fin, que pese a todo, creo en las personas humanas, yo lloro viendo películas de Van Damme y Schwarzenegger, soy toda sensibilidad, qué se pensarán ellos...
    - De las siguientes opciones, diga cuál es la que desea: mi tarifa, mis servicios, mis números favoritos, mis sms, quiero cambiar mi teléfono, viajo en el extranjero, curso aprendo a hablar por teléfono.
    - ... pero aún así me marginan, creo que me tienen envidia, saben que puedo ser la líder, que si no lo soy es por buena. ¡Ay! Qué pena, señor, pero es que hay veces que no puedo ni quedar pa tomar un cafelito, yo que tengo tan buena conversación, que sé hablar de too...
    - Vuelva a llamar. Gracias.
    Enceflana llamó, en aquella mañana, veintiséis veces seguidas, todo el tiempo contando, contando, contando.
    Al final de la mañana, el ordenador de Telefónica Movistar de España que acogía el programa de locución y las opciones de respuesta automática, entraba en depresión. Los técnicos de Telefónica Movistar de España solo pudieron certificar eso, que por primera vez en la historia de la humanidad, un ordenador sufría estrés laboral y entraba en depresión, sin que ninguno de ellos llegase a intuir las causas.

9. La hormona asesina

    Enceflana entró en la consulta del médico como un toro bravo. Abrió la puerta de un cabezazo. El médico comprobó, para su desgracia, que no se había traído el paracaídas para saltar por la ventana. Lástima, porque eran doce pisos.
    A modo de saludo, ella gritó señalándose por encima del labio superior:
    - ¿Qué es esto, qué es esto? ¿Eh? ¿Qué es?
    - ¿Un bigote?
    - ¿Está usted de coña? Esto es vello. Vello, ¿me entiende? Y ahora dígame, ¿qué hago con él?
    - ¿Afeitarse?
    - Está usted muy graciosillo y se la va a ganar -la furia de Enceflana era impresionante.
    - Hombre, yo... verá, es una cuestión hormonal. ¿Ha estado recientemente con murciélagos?
    - ¿Pero usted qué clase de médico es?
    También se preguntaba eso mismo el médico, que no entendía por qué no le daban un plus de peligrosidad por aquella paciente que era capaz de embestir como un mihura.
    El médico todavía quiso decir:
     - Verá usted, su bigo-... esto su vello no es lo más grave, sino...
    Pero Enceflana ya no lo escuchaba. Arrancó la puerta y salió de la consulta. Por suerte tiró la puerta en el descansillo porque no le cabía en el ascensor (y conste que era un puerta bastante cara).
    El médico todavía escribió en el expediente de Enceflana:
    «La paciente presenta desórdenes hormonales extraños. Le ha crecido bigote y además, sin que ella sea consciente, se le han desarrollado dos colmillos de tipo vampiro, muy acordes con su personalidad. Convendría hacer analíticas. Será preciso llamar al ejército para tenerla en cuarentena, pero conmigo que no cuenten...»

Sunday, 13 June 2010

8. Misión invisible

    Enceflana entró en la sala de personal, durante la hora del café, empuñando unos papeles como si fuera una katana y con cara de pocos amigos.
    - Satona, ¿se puede saber qué es esto? -preguntó a una de las colegas que en ese momento se estaba sirviendo café.
    Todo el mundo en la sala se dio cuenta de que Enceflana venía en pie de guerra.
    - ¿Unos papeles? -respondió Satona guiñando un ojo.
    A Enceflana se le disparó su tic nervioso. Comenzó a mover el hombro derecho como si estuviese rematando a puerta en un córner, pero allí no había ningún balón. Sabía que era mejor eso que no que su furia se disparase y le saliese su alma de bruja. En ese caso, las consecuencias serían imprevisibles y seguramente su cuerpo acabaría como objeto de estudio de la ciencia. Pavoroso.
    - Muy graciosa. Esto es tu último informe. Una mierda, ¿sabes? ¡Una mierda! ¿Es que no sabes hacer las cosas mejor? Porque si es así, dímelo y buscamos a alguien más capacitado.
    Satona, en vez de amilanarse, solo le dijo:
    - No sé, pero mira a ver, porque el jefe no opina lo mismo.
    Enceflana se paró en seco. Notó que su olor axilar se agudizaba. Satona le clavó la mirada donde se dibujaba una expresión de ironía.
    - ¿Qué coños quieres decir?
    - Que como ya sabía que ibas a reaccionar así, ya le comenté al jefe que mi informe original ya había pasado por tus manos y que tú lo habías cambiado a tu antojo...
    Enceflana sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. Si había alguien a quien apreciaba en aquella empresa era su jefe.
    - ¿Que tú ya les has dado este informe al jefe?
    - Claro.
    - ¿Que me has puenteado?
    - Acueductado sería más exacto.
    Enceflana salió corriendo al despacho del jefe. Cuando llegó ante la secretaria, esta intentó detenerla, pero era como si una persona intentase detener un autobús con sus manos, salió disparada. Enceflana abrió la puerta del despacho del jefe de par en par y gritó:
    - ¡No es verdad, señor Remi, no es verdad!
    Pero el señor Remi no estaba allí. Había tan solo una foto suya a tamaño natural sonriendo y guiñando un ojo. Después supo que el jefe llevaba toda la semana de baja con almorranas agudas.
    Enceflana volvió a su mesa cabizbaja, avergonzada, furiosa y flatulenta. Allí se encontró un conejito rosa de peluche sentado en su silla que sostenía una nota que decía: "We got you, Enceflana. Happy Birthday!". Pero como estaba en inglés, ella no entendió la broma y calcinó primero el conejo y luego el edificio entero por un ataque de furia axilar.

7. Conócete a ti mismo... pero no tanto

    Enceflana había decidido acudir al confesionario. A pesar de todo, ella era católica, poco practicante, sí, pero católica. No había cambiado sus creencias desde que había hecho la primera comunión, tan solo había dejado de observarlas, pero la teoría era la misma.
    Por eso, aquel jueves, después del trabajo, acudió a su parroquia. No había ningún feligrés en la cola del confesionario, por lo que fue directamente al sacerdote. Se arrodilló en el lateral. No podía ver, como era natural, al cura, porque este estaba detrás de una celosía muy artística que tan solo permitía adivinar su silueta.
    - Ave María Purísima.
    - Sin pecado concebida -respondió el cura con voz cansina, se notaba que ya ni el morbo lo movía a oír confesiones.
    - Padre, me acuso de ser envidiosa, manipuladora y mentirosa.
    - Bueno... lo normal. Eres mujer...
    - Oiga...
    - Nada, nada, pecadillos veniales.
    - Pero mire, yo soy muy mala, lo confieso. No puedo evitarlo.
    - Nada, nada, tranquila, nada que con diez avemarías no se perdone.
    - No me está entendiendo, yo soy una bruja.
    - Todas las mujeres, en el fondo, sois brujas -sentenció el cura, al que se notaba que estaba ya bostezando de aburrimiento, lo contrario que Enceflana, que comenzaba a irritarse con aquel cretino, por muy cura que fuera.
    - No me toque los cojones...
    - ¡Huy, eso sí que es pecado mortal!
    - Usted es un gilipollas.
    - ¡Puta pecadora, te quemarás! -amenazó el cura, que ya había salido del sopor.
    Enceflana, ya fuera de sí, notó que sus cabellos se erizaban sin control, que sus manos emitían calor y que de su boca surgía una frase en sabe dios qué idioma, con voz de camionero ronco y habituado a la cazalla:
    - Creatura mudata, in foetore fecundata.
    Dentro del confesionario sonó un 'chof' bastante raro. Enceflana se asomó con cuidado tras la cortina. Allí estaba el cura... bueno, no exactamente como unos segundos antes, en realidad había un sapo con sotana que la miraba con ojos como platos desde el asiento. Hasta las gafas seguían en su sitio. Era una pocholada de bicho, si no fuera porque estaba embrujado.
    Enceflana miró alrededor. No había nadie en la iglesia. De puntillas salió del templo como si no hubiera pasado nada.
 

Saturday, 12 June 2010

6. La verdad es relativa pero siempre duele

    Enceflana se había pasado con la bebida. Aunque no quisiera aceptarlo, su cabeza se lo hacía patente haciendo sonar en su interior un concierto de flamenco cantado en rock y tocado por la Filarmónica de Viena. Quería ser más sociable que nadie, para lo cual había mezclado martini con Heineken, mojito y un güisqui escocés de garrafón de procedencia dudosa (las malas lenguas decían que de una destilería clandestina bajo la propia discoteca donde trabajaban gnomos cabreados, cuya furia aumentaba el poder halucinógeno de aquel güisqui).
    Fuera como fuera, iba a pagar cara su osadía. Necesitaba urgentemente ir al baño y, quién sabe, quizás vomitar. Al menos intentaría evacuar y seguir el resto de la noche con agua mineral que ella diría que era ginebra inodora.
    El baño estaba en penumbra, como el pedal que llevaba. Había sombras que entraban y salían a lo suyo. Por un momento Enceflana pensó que tal vez se había colado en el baño de hombres, pero respiró tranquila al comprobar que se trataba del femenino, porque no había esos meaderos extraños para hombres donde hay que hacerlo de pie.
    En un momento dado, el baño se quedó solo. Enceflana estaba junto a una ventana, tan en tinieblas como todo a su alrededor. Al otro lado de la ventana había otra mujer. Enceflana la contempló. Tan solo podía vislumbrar borrosamente su rostro.
    - ¿Qué? ¿De fiesta? Se te ve tan mal como a mí -empezó a decirle-. Pero debes estar hecha polvo para haberte quedado ahí fuera.... -la otra parecía mover los hombros, quizás también la cabeza como si asintiese, lo cual dio nuevos bríos a Enceflana para seguir jugando a los psicólogos en su delirio etílico-. Ya te veo, bonita, tienes cara de amargada, de no comerte un rosco, de tener una vida social de mierda, de cagarte en el gilipollas de tu marido, porque seguro que lo tienes... Pero te jode de verdad que tus colegas de trabajo te tengan por una amargada, una estirada digna de tirar por el váter... Pero creo que lo tuyo es peor, hasta a mí, que soy bastante gilipollas, lo reconozco, me dan ganas de vomitarte encima...
    En ese momento, una mano se posó en el hombro de Enceflana. Una voz que a la mujer le sonaba conocida, la de alguna de las colegas de trabajo con las que había venido a la discoteca, le dijo:
    - Tía, creo que te deberías ir a casa, estás fatal.
    - ¿Por qué? -replicó ella arrastrando las palabras y expandiendo su aroma etílico-. Estoy de puta madre, aquí de charla con esta colegui, que es una puta y jodida pringada -y señaló hacia quien estaba al otro lado de la ventana.
    - Tía, de verdad, déjalo ya, porque no has parado de hablar contigo misma en el espejo...

Friday, 11 June 2010

5. En busca de la aeromismidad


    Enceflana tenía un problema de aerofagia. Siempre lo había tenido, pero lo de aquella semana ya era espectacular. Como era su costumbre, había desechado la posibilidad de ir al médico. Lo de contar las intimidades propias era algo que odiaba. Total, qué iba a decirle: "Oiga, doctor, que resulta que no hago más que pederme... Escuche, escuche, que ahí viene uno...". No, eso no. No es que lo hiciese por dignidad, sino porque sabía que el escándalo de las vibraciones haría acudir a los bomberos.
    Pero toda su fuerza por evitar pederse fue en vano. En la pausa en el trabajo, mientras tomaba café con los colegas, su aerofagia se puso en movimiento. Se pedió, como era de esperar.
    Los compañeros intentaron ser discretos. No se trataba de pedos fétidos -menos mal-, sino de pedos sonoros, muy sonoros. Eran pedos escandalosos, imposibles de ignorar, con una carga de megahercios fuera de lo común.
    Una de las colegas de Enceflana, aquella que más confianza tenía con ella, se le acercó discretamente y le dijo:
    -- Tus pedos cantan, bonita...
    Aquella frase hizo que se encendiese una bombillita en el cerebro de Enceflana Miguélez. Sin decir una palabra, salió de la sala y se volvió para casa. Necesitaba ejercitarse, mucho, sin descanso, para poder salir airosa de aquella situación aerofágica que la consumía por dentro.
    Fue una noche en blanco, pero Enceflana creía que había valido la pena. Estaba muy orgullosa de sí misma, de su capacidad de entrenarse como una campeona olímpica (de momento el lanzamiento de pedos no es disciplina olímpica).
    Veinticuatro horas después del incidente del pedo en la sala común, su aerofagia hizo de nuevo acto de presencia. Por el bullir de su intestino, Enceflana intuyó que aquel pedo podría durar veinte segundos, una brutalidad, pero mejor así.
    Sus compañeros, por si acaso, se habían alejado. Le habían hecho un vacío bastante evidente, pero ella no se ofendía, porque iba a demostrarles de lo que era capaz.
    Llegó el momento.
    Salió:
    -- Prfff, ptrzzz, puuuuufff, pliiink, pstreeekkk, plaff. Piong, peleeeennnggg, pop, pilúúúú...
    Lo había conseguido.
    Con aquel pedo había conseguido arrancar el inicio de la Tocata y Fuga de Bach. Veinte segundos de acordes en que había interpretado magistralmente el inicio de la composición tan solo con sus ventosidades.
    Sus compañeros, paralizados, no sabían si aplaudir o si llamar a emergencias sísmicas.

© Frantz Ferentz