Tuesday, 15 June 2010

11. La otredad desconocida

    Enceflana no hacía más que dar vueltas en la cama. Le costaba dormirse. Nuevamente su mente estaba ocupada por pensamientos que reflejaban las experiencias del día. Siempre era la misma historia, ella y su relación con los colegas de trabajo. ¿Por qué no la aceptaban como era? Ganas de fastidiar. Pero ella, a pesar de todo, necesitaba dormir. Su marido roncaba a su lado como si fuese un oso en hibernación. Qué suerte. Decidió contar ronquidos... Bueno, mejor eso que las tontas de las ovejas. Se imaginó que cada ronquido era un orco de El Señor de los Anillos que se alistaba en su ejército de las tinieblas. Cada ronquido era pues un orco que se presentaba y firmaba su alistamiento en la armada enceflánica. Qué morbo. Quizás hasta conocía alguno bien dotado... La cuestión es que aquello funcionó. Cuando iba por los doscientos quince orcos-ronquidos, acabó cayendo en el sueño.
    Enseguida comenzó a soñar. De repente le quitaron una caperuza. Se encontró en una plaza abarrotada de gente. Era al anochecer. Estaba encima de una pira que, evidentemente iban a prender. A su lado, un tipo con capucha se aseguraba que estaba bien atada, porque, efectivamente, sus manos y sus pies estaban atados a una estaca por detrás. El populacho -porque era populacho- gritaba "bruja, bruja, bruja" y pedían que la quemasen.
    Enceflana no se amilanó. Comprendió que la bruja era ella. Todo aquello parecía absolutamente real, no parecía un sueño en absoluto. Entonces un tipo vestido como de carnaval veneciano -tendría que darse cuenta la mujer que aquel sueño ocurría en otra época, aunque estaba muy bien ambientado en cuanto al escenario y los vestuarios- subió a la tarima y leyó una especie de sentencia. Enceflana no entendió nada, porque era en latín. Vaya mierda, siempre los idiomas. Cuando acabó, el populacho gritó de nuevo, pidiendo que la quemasen.
    Entonces Enceflana gritó:
    - ¡Un momento!
    El verdugo y el tipo vestido de carnaval se detuvieron. El segundo preguntó:
    - ¿Qué queredes?
    - Mi último deseo.
    Hubo un silencio sepulcral. Enceflana ignoraba que eso del último deseo de los condenados a muerte era una cosa bastante reciente, que en tiempos de la Inquisición -porque aquello era un acto puro y duro de la Inquisición-, a los reos se los quemaba sin más y a otra cosa.
    El verdugo y el carnavalero se rieron. Luego bajaron de la pira y el verdugo comenzó a prender fuego a la madera seca, mientras el populacho aumentaba el griterío, como si aquello fuese una parrillada y después tocase ración de bruja asada.
    Pero Enceflana no estaba dispuesta a rendirse. Como tenía unas uñas como cuchillos, rasgó sin grandes problemas las cuerdas y se soltó en un santiamén. El populacho, al verla libre, se calló de repente. Lo que no se sabe es si se callaron por el susto o porque se iban a quedar sin bruja a la parrilla para cenar.
    Enceflana, entre las llamas, alzó los brazos en alto. Y entonces ocurrió: de sus sobacos emergió una potentísima energía que se expandió por la plaza. Las buenas gentes de la aldea salieron en desbandada, llevándose por medio todo lo que allí había (es decir, puestos de chuches de la época, de ropita y de bebidas espirituosas, que no espirituales). Aquel efluvio que emanaba de los sobacos de Enceflana acabó además con las llamas. Y de la garganta de la mujer surgió una risa diabólica que duraba y duraba y duraba y duraba, hasta que su marido la despertó zarandeándola.
    - ¿Qué pasa? -preguntó ella de vuelta a la realidad.
    - Pues te reías como una loca y levantabas los brazos, y ya sabes que tu perfume sobacal es capaz de despertar a un oso hibernando.
    Oso hibernando. Exacto.
    Enceflana no quiso dar explicaciones a su marido, pero enseguida entendió que había tenido una regresión a otra vida. Comprendió que, efectivamente, ya en una vida anterior había sido una bruja poderosa y que el poder de sus sobacos era prodigioso.
    Aquel sueño fue providencial para ella. Desde aquel día, perdió cualquier pudor por el hedor que emanaban sus axilas. Sabía que, si las cosas se ponían feas, gracias a ellas podría escapar de cualquier situación incómoda.
    La otredad había vuelto a la mismidad.

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