A aquellas alturas del verano, Enceflana estaba preocupada. Muchas mujeres se preocupan cuando se tienen que embutir el biquini y se ven orondas. Enceflana no era una excepción, pero le daba mucha rabia pensar que, a pesar de lo bruja que era, no podría quitarse ni un gramo de grasa por arte de magia.
No podría pavonearse delante de sus colegas femeninas en la piscina del centro de ocio de la empresa. Qué fastidio. Quizás debería pensar seriamente en ponerse un burkaquini, que decían que no solo cubría todo salvo el óvalo de la cara, sino que además actuaba como una faja astringente por todo el cuerpo (aunque en el peor de los casos podría también hacerse con un traje de neopreno).
Y para colmo, aquello...
Sí, no solo tuvo que toparse con músculos caprichosos que le bailaban por la barriga, sino que además, mirándose en el espejo, descubrió un grano enorme en el hombro. Tenía una cabeza amarillenta que estaba diciendo: "Estrújame, estrújame..."
¿Cómo resistirse a aquello? Enceflana no podía decir que no.
Por eso no dijo no.
Sus dos dedos índices se dirigieron a aquella puntita blanca, pudorienta, que ansiaba por salir. Chac. La maestria de los dedos de Enceflana bastaron para que a la primera la capa protectora se rompiera y comenzase a brotar un hilillo de pus blanquecino. El grano, semejante a un pequeño volcán, escupía con calma aquella lava lenta blancuzca, que poco a poco corría hacia abajo.
Enceflana se dio cuenta enseguida de que allí había más pus del que parecía. Por suerte tenía a mano un vaso de plástico allí mismo en el baño. Lo puso bajo el grano para que el pus se almacenase allí.
Era impresionante, nunca nadie podría haber imaginado que un vasito de plástico se podía llenar de pus, pero la verdad es que cuando estuvo a rebosar, todavía seguía saliendo pus. Entonces Enceflana echó mano de una cazuela que estaba en el baño (no le busquen la lógica a que una cazuela estuviera en el baño, son cosas de Enceflana, lo mismo que tenía por allí la taladradora).
La cuestión fue que tres cuartos de la cazuela se llenaron de pus. Enceflana no daba crédito a lo que veía. Era imposible almacenar tanto líquido pudoriento en el cuerpo. Lógicamente, Josefo, la mascota mofeta, acudió atraída por aquel hedor. Hizo entender a su dueña que quería darse un baño en aquel líquido, quizás porque se sentía como Cleopatra dándose baños en leche de burra.
Fuere como fuere, Enceflana descubrió que, después de haber vaciado aquel grano, había perdido ciento cincuenta gramos de peso; se lo dijo la báscula, que almacenaba los distintos pesajes y con voz femenina felicitaba a quien se pesaba cuando se perdía peso:
- Felicidades, Ence -estaba programada para decir "Ence", en plan familiar, para que sonase más íntimo-. Has perdido ciento sesenta y tres gramos desde la última vez. Sigue así, Ence...
Pero si se ganaba peso, entonces la báscula tomaba una voz masculina, muy marcial, y regañaba, por ejemplo así:
- Señora Miguélez -ya pasaba al usted-, qué desilusión, ha ganado usted tres kilos desde la última vez. Va a conseguir usted que me deje arrastrar por el alcohol...
Enceflana pensó que precisamente lo que ella tenía era mucho pus en el cuerpo. A sus años tenía todavía acné, lo cual, en fin, tendría que significar que ella era bastante joven. Una mozuela, vaya.
Por eso, con la ayuda del espejo y con todas las cazuelas de la casa alrededor de sí, se pasó la noche explorando su cuerpo en busca de granos que explotar.
A la mañana siguiente la balanza le dijo:
- Felicidades, Ence, has perdido dos kilos y medio desde la última vez. Sigue así, Ence, estoy muy orgullosa de ti.
Qué placer. Sin más, Enceflana se dirigió a la oficina, no sin antes recoger aquel biquini que hacía veinte años que no se ponía y meterlo en el bolso.
Cuando llegó, todos sus compañeros se la quedaron mirando. Seguro que apreciaban su pérdida evidente de peso y en tan solo un día. Envidia, se los comía la envidia.
Pero como siempre, una de aquellas envidiosas, aquella Satona, con el café entre los labios, le dijo al verla pasar:
- Pero Ence, cariño, ¿qué te ha pasado por el cuerpo? ¿Tienes el sarampión o la varicela?
No podría pavonearse delante de sus colegas femeninas en la piscina del centro de ocio de la empresa. Qué fastidio. Quizás debería pensar seriamente en ponerse un burkaquini, que decían que no solo cubría todo salvo el óvalo de la cara, sino que además actuaba como una faja astringente por todo el cuerpo (aunque en el peor de los casos podría también hacerse con un traje de neopreno).
Y para colmo, aquello...
Sí, no solo tuvo que toparse con músculos caprichosos que le bailaban por la barriga, sino que además, mirándose en el espejo, descubrió un grano enorme en el hombro. Tenía una cabeza amarillenta que estaba diciendo: "Estrújame, estrújame..."
¿Cómo resistirse a aquello? Enceflana no podía decir que no.
Por eso no dijo no.
Sus dos dedos índices se dirigieron a aquella puntita blanca, pudorienta, que ansiaba por salir. Chac. La maestria de los dedos de Enceflana bastaron para que a la primera la capa protectora se rompiera y comenzase a brotar un hilillo de pus blanquecino. El grano, semejante a un pequeño volcán, escupía con calma aquella lava lenta blancuzca, que poco a poco corría hacia abajo.
Enceflana se dio cuenta enseguida de que allí había más pus del que parecía. Por suerte tenía a mano un vaso de plástico allí mismo en el baño. Lo puso bajo el grano para que el pus se almacenase allí.
Era impresionante, nunca nadie podría haber imaginado que un vasito de plástico se podía llenar de pus, pero la verdad es que cuando estuvo a rebosar, todavía seguía saliendo pus. Entonces Enceflana echó mano de una cazuela que estaba en el baño (no le busquen la lógica a que una cazuela estuviera en el baño, son cosas de Enceflana, lo mismo que tenía por allí la taladradora).
La cuestión fue que tres cuartos de la cazuela se llenaron de pus. Enceflana no daba crédito a lo que veía. Era imposible almacenar tanto líquido pudoriento en el cuerpo. Lógicamente, Josefo, la mascota mofeta, acudió atraída por aquel hedor. Hizo entender a su dueña que quería darse un baño en aquel líquido, quizás porque se sentía como Cleopatra dándose baños en leche de burra.
Fuere como fuere, Enceflana descubrió que, después de haber vaciado aquel grano, había perdido ciento cincuenta gramos de peso; se lo dijo la báscula, que almacenaba los distintos pesajes y con voz femenina felicitaba a quien se pesaba cuando se perdía peso:
- Felicidades, Ence -estaba programada para decir "Ence", en plan familiar, para que sonase más íntimo-. Has perdido ciento sesenta y tres gramos desde la última vez. Sigue así, Ence...
Pero si se ganaba peso, entonces la báscula tomaba una voz masculina, muy marcial, y regañaba, por ejemplo así:
- Señora Miguélez -ya pasaba al usted-, qué desilusión, ha ganado usted tres kilos desde la última vez. Va a conseguir usted que me deje arrastrar por el alcohol...
Enceflana pensó que precisamente lo que ella tenía era mucho pus en el cuerpo. A sus años tenía todavía acné, lo cual, en fin, tendría que significar que ella era bastante joven. Una mozuela, vaya.
Por eso, con la ayuda del espejo y con todas las cazuelas de la casa alrededor de sí, se pasó la noche explorando su cuerpo en busca de granos que explotar.
A la mañana siguiente la balanza le dijo:
- Felicidades, Ence, has perdido dos kilos y medio desde la última vez. Sigue así, Ence, estoy muy orgullosa de ti.
Qué placer. Sin más, Enceflana se dirigió a la oficina, no sin antes recoger aquel biquini que hacía veinte años que no se ponía y meterlo en el bolso.
Cuando llegó, todos sus compañeros se la quedaron mirando. Seguro que apreciaban su pérdida evidente de peso y en tan solo un día. Envidia, se los comía la envidia.
Pero como siempre, una de aquellas envidiosas, aquella Satona, con el café entre los labios, le dijo al verla pasar:
- Pero Ence, cariño, ¿qué te ha pasado por el cuerpo? ¿Tienes el sarampión o la varicela?
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