Enceflana tenía un problema de aerofagia. Siempre lo había tenido, pero lo de aquella semana ya era espectacular. Como era su costumbre, había desechado la posibilidad de ir al médico. Lo de contar las intimidades propias era algo que odiaba. Total, qué iba a decirle: "Oiga, doctor, que resulta que no hago más que pederme... Escuche, escuche, que ahí viene uno...". No, eso no. No es que lo hiciese por dignidad, sino porque sabía que el escándalo de las vibraciones haría acudir a los bomberos.
Pero toda su fuerza por evitar pederse fue en vano. En la pausa en el trabajo, mientras tomaba café con los colegas, su aerofagia se puso en movimiento. Se pedió, como era de esperar.
Los compañeros intentaron ser discretos. No se trataba de pedos fétidos -menos mal-, sino de pedos sonoros, muy sonoros. Eran pedos escandalosos, imposibles de ignorar, con una carga de megahercios fuera de lo común.
Una de las colegas de Enceflana, aquella que más confianza tenía con ella, se le acercó discretamente y le dijo:
-- Tus pedos cantan, bonita...
Aquella frase hizo que se encendiese una bombillita en el cerebro de Enceflana Miguélez. Sin decir una palabra, salió de la sala y se volvió para casa. Necesitaba ejercitarse, mucho, sin descanso, para poder salir airosa de aquella situación aerofágica que la consumía por dentro.
Fue una noche en blanco, pero Enceflana creía que había valido la pena. Estaba muy orgullosa de sí misma, de su capacidad de entrenarse como una campeona olímpica (de momento el lanzamiento de pedos no es disciplina olímpica).
Veinticuatro horas después del incidente del pedo en la sala común, su aerofagia hizo de nuevo acto de presencia. Por el bullir de su intestino, Enceflana intuyó que aquel pedo podría durar veinte segundos, una brutalidad, pero mejor así.
Sus compañeros, por si acaso, se habían alejado. Le habían hecho un vacío bastante evidente, pero ella no se ofendía, porque iba a demostrarles de lo que era capaz.
Llegó el momento.
Salió:
-- Prfff, ptrzzz, puuuuufff, pliiink, pstreeekkk, plaff. Piong, peleeeennnggg, pop, pilúúúú...
Lo había conseguido.
Con aquel pedo había conseguido arrancar el inicio de la Tocata y Fuga de Bach. Veinte segundos de acordes en que había interpretado magistralmente el inicio de la composición tan solo con sus ventosidades.
Sus compañeros, paralizados, no sabían si aplaudir o si llamar a emergencias sísmicas.
Pero toda su fuerza por evitar pederse fue en vano. En la pausa en el trabajo, mientras tomaba café con los colegas, su aerofagia se puso en movimiento. Se pedió, como era de esperar.
Los compañeros intentaron ser discretos. No se trataba de pedos fétidos -menos mal-, sino de pedos sonoros, muy sonoros. Eran pedos escandalosos, imposibles de ignorar, con una carga de megahercios fuera de lo común.
Una de las colegas de Enceflana, aquella que más confianza tenía con ella, se le acercó discretamente y le dijo:
-- Tus pedos cantan, bonita...
Aquella frase hizo que se encendiese una bombillita en el cerebro de Enceflana Miguélez. Sin decir una palabra, salió de la sala y se volvió para casa. Necesitaba ejercitarse, mucho, sin descanso, para poder salir airosa de aquella situación aerofágica que la consumía por dentro.
Fue una noche en blanco, pero Enceflana creía que había valido la pena. Estaba muy orgullosa de sí misma, de su capacidad de entrenarse como una campeona olímpica (de momento el lanzamiento de pedos no es disciplina olímpica).
Veinticuatro horas después del incidente del pedo en la sala común, su aerofagia hizo de nuevo acto de presencia. Por el bullir de su intestino, Enceflana intuyó que aquel pedo podría durar veinte segundos, una brutalidad, pero mejor así.
Sus compañeros, por si acaso, se habían alejado. Le habían hecho un vacío bastante evidente, pero ella no se ofendía, porque iba a demostrarles de lo que era capaz.
Llegó el momento.
Salió:
-- Prfff, ptrzzz, puuuuufff, pliiink, pstreeekkk, plaff. Piong, peleeeennnggg, pop, pilúúúú...
Lo había conseguido.
Con aquel pedo había conseguido arrancar el inicio de la Tocata y Fuga de Bach. Veinte segundos de acordes en que había interpretado magistralmente el inicio de la composición tan solo con sus ventosidades.
Sus compañeros, paralizados, no sabían si aplaudir o si llamar a emergencias sísmicas.
© Frantz Ferentz
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