El marido de Enceflana estaba harto de encontrarse pelos de la mascota de su mujer por toda la casa. Aquella mofeta, además de su olor indescriptible, dejaba pelos por todas partes. Su mujer atascaba a menudo la ducha, lo cual entra dentro de lo humano, aunque también el váter, que ya no lo es tanto. Pero aquel maldito bicho era aún peor, porque como se paseaba libremente por toda la casa, sus pelos aparecían en los calzoncillos del pobre hombre, en su magdalenas del desayuno o hasta entre las teclas del ordenador, que parecía que de noche el bicho aquel se ponía a chatear con sus colegas hediondos por internet.
Aquel día, el sofá había dejado de ser estampado para ser todo negro. Estaba, como es fácil imaginar, todo cubierto de pelos de mofeta.
- Ence, que el sofá está todo cubierto de pelos de tu mascotita. ¿Puedes hacer algo?
Enceflana apareció en el salón con rulos y ojeras. En la mano derecha llevaba un recogedor; en la izquierda, un cepillo de la ropa. Sin decir una palabra, tendió ambos objetos a su marido.
- No, cariño. Quería decir si puedes hacer algo TÚ.
Enceflana se rascó detrás de la oreja. Precisamente por allí pasaba Josefo tan tranquilo. Ella se limitó a decirle:
- Josefo, hijo, para ya de dejar todo el sofá cubierto de pelos, ¿quieres?
La mofeta se puso a buscar mimos entre las piernas de la mujer.
- Ya está, ¿ves? -dijo ella y se dio media vuelta para irse de nuevo a acostar.
- Muy bien, pues que sepas que yo también me voy a comprar una mascota...
Una voz al fondo, lejana, como entre tinieblas, se dejó oír diciendo: "Pues vale..."
* * *
El marido de Enceflana se compró una mascota. Pero fue una mascota que no dejaba pelos. De hecho era un bichito muy limpio. Se trataba de una serpiente pitón amaestrada -dentro de lo que cabe.
Desde la llegada de aquel animalito, las cosas cambiaron en aquella casa. De hecho, la casa se dividió en dos. Por una parte, vivían Enceflana y Josefo. Por la otra, el marido de ella y Piti, que es como bautizó él a su adorada mascota.
Lo mejor de todo es que el marido de Enceflana se podía echar la siesta con la pitón enroscada a su alrededor. Cuando aquello sucedía, Josefo no se acercaba, por si acaso. Nadie sabía a ciencia cierta si las pitones son capaces de comerse una mofeta, pero era mejor no comprobarlo.
El marido de Enceflana encontró un camarada para toda la vida en aquel magnífico reptil, hasta le enseñó a beber cerveza y jugar al mus. Camaradería como aquella sería difícil de encontrar.
Nadie, sin embargo, había pensado en la hija, que volvería enseguida de su estancia en Irlanda. ¿Cómo viviría ella el hecho de dejar de ser la única mascota de la casa? Esa es otra historia que quizás, en otra ocasión, si tengo ganas, ya os contaré.
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