Saturday, 19 June 2010

19. Ojos que no ven, piel que imagina

    Después de la experiencia traumática en el zoo con el orangután, el médico -sí, ese pobre que tanto la sufría- mandó a Enceflana a relajarse lejos de Madrid, lo más lejos posible. El marido estuvo de acuerdo -cómo no- e incluso su jefe -porque también él era una víctima de aquella bruja de poderes axilares.
    Enceflana decidió marchar a una casa rural remota. Estaba ubicada en un paraje perdido entre montañas, un sitio donde la telefonía móvil tenía señal solo a ratos, según soplase el viento, porque la señal se desviaba a la mínima. Los dueños de la casa, para no tener que aguantar su olor corporal, habilitaron las antiguas cuadras como dormitorio "rural", en edificio aparte, pero Enceflana ni siquiera notó que se tratase de lo que se trataba. Estaba demasiado concentrada en su trauma, aunque quizás, quien sabe, en el fondo no era tal trauma.
    Enceflana se dedicó a pasear, por prescipción facultativa, por verdes praderas, entre olorosos pinos, dejándose rodar por la hierba bucólica como una Heidi cincuentona y rechoncha, pero sin Pedro ni el abuelito. No pensaba en nada, solo se relajaba.
    Al tercer día le pilló la lluvia. A no mucha distancia vio una especie de pajar. Corrió hacia él para protegerse. Dentro estaba oscuro, pero había mucha paja. Tan solo una puerta daba acceso al exterior, pero estaba anocheciendo y no entraba ya luz. Enceflana se tiró en la paja, esperando que escampase, relajándose. Se estaba muy bien allí, la paja desprendía incluso calorcito.
    Pero, de repente, Enceflana se dio cuenta de que no estaba sola. De hecho, no había estado sola desde que había entrado allí. La mujer pensó que seguramente se trataba de un pastor que, como hombre, había observado en silencio amparado en la oscuridad. Enceflana notó que su corazón se aceleraba, se daba cuenta que el extraño se le estaba acercando.
    De repente la lengua del extraño comenzó a recorrer su piel por el rostro. Oh, qué intensidad. La lengua del extraño alcanzó los labios de ella. Enceflana se excitó, se excitó como hacía años que no se excitaba. Gimió. El extraño debió notar que ella estaba receptiva. Bajo hacia sus pechos. Le arrancó los botones de la blusa, dejó a la vista el sujetador, pero no acabó ahí la cosa. A mordiscos le arrancó el sostén -qué importaba que se rompiera, ya llegarían otras rebajas de El Corte Inglés-, de hecho deshizo la blusa y el sostén, y le mordisqueó suavemente los pezones.
    Enceflana gemía ya como una loca, jamás en su vida la habían tratado sexualmente así. A la mierda su marido, ahora gozaba del momento, perdía la noción de todo... Qué placer. Pero aquel desconocido conocía bien su trabajo. Después se desplazó hacia el pubis de Enceflana. Le desgarró la falda para abrirse paso y luego le destrozó las bragas. Enseguida atacó su sexo con aquella lengua poderosa. Allí ya Enceflana no pudo resistir pasar del gemido al grito, pero nadie podía oir sus jadeos de excitación. Ni ella misma se reconocía.
    El desconocido recorrió todos los pliegues de aquella vagina olvidada, despertando sensaciones a cada milímetro, provocando chillidos de placer en la mujer, hasta alcanzar el mayor -en realidad el único- orgasmo de su vida, tanto así, que se desvaneció por la intensidad de lo que sentía.
    Cuando despertó, ya hacia el amanecer, su vagina aún vibraba. Ella sonrió. Había por fin luz allí dentro. Enceflana pensó que tal vez el desconocido seguía allí. Querría conocerlo. Pero hubiera sido mejor que no. A su lado, una cabra estaba acabando de comerse tranquilamente sus bragas. La lengua del animal salía a cada momento de la boca. Enceflana reconoció entonces el instrumento fatal que, la noche anterior, le había provocado su único orgasmo.

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